“El
lenguaje del llanero es uno de sus muchos detalles pintorescos. Y gentiles. En
esto es marcadamente andaluz, sus exageraciones, sus embustes, su propensión a
la burla y la guasa, delatan a leguas el abolengo de los vaqueros de las
riberas del Guadalquivir”.
Esta cita corresponde a la segunda edición (1944)
del libro El llanero (Estudio de Sociología Venezolana),
publicado por primera vez en España (editorial América, volumen 24 ¿1918?),
cuyo entusiasta propietario fuera el escritor, editor y diplomático venezolano
Rufino Blanco Fombona. Dicho volumen aparece firmado por el escritor venezolano
Daniel Mendoza.
La misma editorial “reeditó” un libro intitulado Letras
españolas, primera mitad del siglo XIX (volumen 43), firmado por el ilustre
académico venezolano Rafael María Baralt, primer hispanoamericano que ingresó a
la Real Academia Española como individuo de número. El volumen 25 de la
Biblioteca de Ciencias Políticas y Sociales corresponde a las Obras
científicas de Agustín Codazzi.
En realidad, ninguno de los tres escritores
referidos arriba era el autor verdadero (o al menos no el autor del contenido
total) de los citados volúmenes. Detrás de cada autoría (re)conocida en esos
libros, y en muchos otros, estaba la sombra (perversa para algunos, genial para
otros) de quien ha sido a mi juicio uno de los más originales y menos
(re)conocidos escritores de la literatura venezolana. Un hombre que, a lo
mejor, sin proponérselo, desveló para nuestra historia literaria el misterio de
la importancia de la literatura para la vida pública: si no eres nadie dentro
del mundo literario, poco puedes hacer para ser visto por los demás como
escritor. De ese modo, a través de esos mismos recursos de lenguaje con que
caracteriza al llanero venezolano (con “sus exageraciones, sus embustes, su
propensión a la burla y la guasa”), el verdadero autor de tales volúmenes
pondría en tela de juicio la noción del escritor que desahoga su ego a través
de la literatura. Y lo haría mediante la parodia de proponerse a sí mismo como
el único escritor venezolano “con más de seiscientos nombres”. Así lo ha
bautizado Rafael Ramón Castellanos en su libro sobre este curioso personaje,
publicado en 1993.
Treinta y nueve años de “ruidosa” vida fueron
entonces suficientes para que Rafael Bolívar Coronado (1884-1924) ocupara el
espacio escritural de 656 heterónimos o seudónimos.
En honor a la verdad, aparte de habérsele
reconocido después de muchos años su autoría de la letra de lo que popularmente
se conoce como nuestro segundo Himno Nacional, el joropo Alma Llanera
(parte de la zarzuela del mismo nombre, con música de Pedro Elías Gutiérrez,
pieza musical consagrada por la sabiduría popular para despedir a los últimos
borrachos de las fiestas), nuestra canónica y siempre cuidadosa y conservadora
crítica literaria ha soslayado su nombre. Lo ha mostrado más bien como un
farsante o timador de identidades, baluarte venezolano de la literatura
apócrifa.
No es
entonces un escritor conocido por la vía de lo que sí podemos suponer como
obras propias, que también las tuvo (Corazón. Memorias de una niña rubia,
1918; Memorias de un semibárbaro, 1919) sino como el primer burlista de
algunos de nuestros más connotados hombres públicos de la letras. Y esta
actitud rebasa a mi juicio los límites de la guasa y la charlatanería, porque
implica una severa crítica al establisment político de su
momento y sus particulares maneras de consagrar a los escritores a través de la
adulancia, cuando no de los cargos diplomáticos, hábito muy común durante la
dictadura de Juan Vicente Gómez, tiempo en el cual le correspondió actuar a Bolívar
Coronado.
Apreciemos su justificación ante tal actitud: “Como
yo no tengo nombre en la República de las Letras, he tenido que usar el de los
consagrados, porque yo no puedo darme el lujo de que me salgan telarañas en las
muelas”. Quiso decir: o escribo con pomposos nombres ajenos o me muero de
hambre; o me apropio de la fama y reconocimiento de otros o perezco. Asunto de
supervivencia, literaria y de la otra, la que más te afecta. Y para corroborar
tan sencillo argumento, asumió para sí la función de ficcionauta recurrente;
sujeto social que vive por, para y dentro de la ficción. Una maravilla, pues, un
pequeño salto hacia estos tiempos en que vivir dentro de la ficción se ha
vuelto tan real que ya no sabemos si vivimos en la red o fuera de ella.
Espíritu absoluto de rebeldía, luego de obtener un
poco relevante premio literario local, Bolívar Coronado se marcha a España
estimulado por el gobierno del bagre dictador y, una vez allí, lo primero que
hace es volverse opositor del régimen venezolano y aliarse con el sindicalismo
de la izquierda española. No obstante, para sobrevivir económicamente, otra vez
debe valerse de sus dotes de escritor genial y es cuando, aupado por la
editorial América, inicia su mejor etapa de farsa para comenzar a escribir con
nombres prestados. Sus escritos calzarán entonces la firma de múltiples
autores, algunos vivos, pero no más vivos que él, otros fallecidos, muchos
inventados, inexistentes. Valga mencionar solo otros de los tantos nombres
públicos locales de que se valió: Andrés Bello, Francisco Lago Martí (sic),
Enrique Soublette, J.A. Pérez Bonalde, Jacinto Gutiérrez Coll, Joaquín Antonio
Crespo, Juan Santaella, Juan Vicente Gómez, Pío Gil, José Antonio Calcaño,
Arturo Uslar Pietri.
A su propio editor, Rufino Blanco Fombona, nada
menos que al coterráneo regente de la editorial América, lo parodió mediante
diversos apelativos como Fomborino Blanco Rufián, Rabino Fombo Blancona, Rufino
Mata Blanconi, Rufino Negro Assesin, Ventura Blanco Fombona. Por cierto, se
cuenta que Blanco Fombona anduvo en busca del plagiario con intenciones de
enviarlo a apropiarse de nombres de escritores del otro mundo. Afortunadamente
nunca lo localizó. Y esto sin decir nada de los nombres de escritores
extranjeros con que también se cubrió, como para coger palco y sentarse a aplaudirlo:
Cervantes, Unamuno, Sor Juana Inés, Ricardo Palma, Amado Nervo… O del modo como
parodió al cónsul venezolano en Barcelona, adulante de Juan Vicente Gómez,
Alberto Urbaneja, quien lo persiguió incansablemente y acusó de conspirador
ante las autoridades españolas de la época (Urbano Cabroneja, Alberto
Mierdaneja, Alberto Cabroneja).
Fuera del campo literario, Bolívar Coronado aportó
unas apócrifas crónicas sobre la conquista y colonización de América y las
atribuyó a heterónimos como Juan de Ocampo, Mateo Motalvo de Jarana y F.
Salcedo Ordóñez.
Apreciemos lo que sobre el “cronista”
Juan de Ocampo, presunto maestre y jesuita español, expresan dos
reconocidos investigadores venezolanos:
“El maestre Juan de Ocampo
escribió varias obras referentes a Venezuela. A pesar de su lenguaje cargado de
exageraciones, a veces sus referencias coinciden con las de autores fidedignos…
Declara haber basado su trabajo sobre Guaicaipuro en otro cierto abate Moulin,
del cual nada hemos podido averiguar.” (Miguel Acosta Saignes, 1946)
“El
biógrafo de los caciques heroicos, el maestre Juan de Ocampo, nos dejó un
cuadro de la naturaleza venezolana, mezclado de leyendas, geografía e historia…
¡Qué
fresco corre el estilo para pintar las excelencias de nuestra naturaleza
tropical!” (Ismael Puerta Flores, 1964).
De manera que sus parodias autorales fueron tan
ajustadas que logró incluso que algunas de “sus obras” fueran referenciadas por
importantes investigadores posteriores, hecho que condujo a la conversión de la
ficción en verdad pública. Así, Bolívar Coronado hizo gala de su sátira total
hacia la institucionalidad literaria.
Pero hay más: su arremetida no solo iba dirigida a
los escritores de cuyos apelativos se apropió, también los editores estaban en
su mira: “Ellos necesitaban nombres famosos: yo necesitaba trabajar para salir
de apuros que comenzaban a hacerse también famosos”.
En las bibliotecas españolas todavía pueden
consultarse “sus obras”. Y en el universo de la literatura venezolana todavía
hace falta fijarse, no solo en su capacidad para la apropiación de nombres
ajenos, sino también para estudiar su inmersión desenfadada en la fantasía, la
burla y la farsa con que asumió el rol utilitario de la literatura. Todo con el
fin de sobrevivir dentro de un universo en el que un escritor ignorado,
desconocido y genial, un autor que no ejerció ningún cargo en la administración
pública ni fue un político relevante, igual ocupó los puestos de muchos otros de
quienes se burló.
Esto puede gustar o no, pero casi me atrevería a
decir que se trata de un caso único en el mundo.
Rafael Bolívar Coronado es entonces un
nombre para recordar en estos tiempos en que la red de redes ha puesto en peligro
las vanidades egocéntricas propias de la autoría individual y el celo
indiscutible y desbocado de muchos autores para que sus nombres se vuelvan
famosos y brillen. Un auténtico y genial
escritor de ficción que bien merece ser tomado en cuenta a la hora de estudiar
la relación entre literatura y vida pública. Hoy ni siquiera estamos seguros de
que su nombre verdadero fuera Rafael Bolívar Coronado. ¿Cómo saberlo? ¿Cómo no
caer en la tentación de que ese fuera otro heterónimo? La sustitución de
múltiples identidades, la tendencia casi natural a “fabricarse” sus propias
máscaras a expensas de otros, hacen percibirlo como un autor identificado
plenamente con lo que hoy es posible a
través de la Internet: aparecer ante los demás mediante el diseño de una
personalidad fingida, elaborada únicamente con un propósito de supervivencia
discursiva. Sin embargo, jugar al juego de las múltiples identidades a través
de la red es, si se quiere, una estratagema mucho más sencilla que la que él
asumiera como conducta de vida. A fin de cuentas, el universo virtual es un
entorno en el que todos tenemos acceso a
la misma estrategia de disfrazarnos sin demasiados riesgos. Por el contrario, los riesgos de Bolívar
Coronado llegaron a implicar incluso la posibilidad de la pérdida de su vida.
No es aventurado creer que un engañado Rufino Blanco Fombona, más que conocido
por sus arrebatos emocionales y enfrentamientos, quisiera en algún momento
cobrar las afrentas a que públicamente lo sometiera aquel simpático farsante
profesional.
Pero, aparte de eso, hay un hecho
relacionado con la vida de RBC que igual ha llamado nuestra atención. Durante
su estada en Madrid, Bolívar Coronado fue también protegido por el poeta
español Francisco Villaespesa (1877-1936), autor de una vasta obra lírica y
quien alguna vez visitó Venezuela. Entre nosotros, el dictador Juan Vicente
Gómez encargó a Villaespesa la puesta en escena del drama Bolívar. Este hecho aparece reseñado en las Memorias de un venezolano de la decadencia (de José Rafael
Pocaterra). Allí, con una pluma tan
urticante como la de Bolívar Coronado, Pocaterra alude a la presencia del poeta
español entre nosotros y lo hace sin ninguna simpatía hacia él. Lo califica de
“poeta grasiento de medio pelo”, “rimador acatable”, “poetón sucio y rastrero”.
Así que Bolívar Coronado trabajaba en el
exterior para un autor extranjero adulador de Gómez. Hay aquí un curioso cruce
de dos escritores venezolanos, hasta cierto punto parecidos en su actitud y estilo literario, y de comunes sentimientos
hacia el dictador. Una misteriosa
coincidencia que posiblemente fuera ignorada por los tres, principalmente por
aquel poeta, protector de uno, defenestrado por el otro. Queda pendiente esa
indagación, pero bien pudiéramos pensar que Bolívar Coronado pudo haber sido un
personaje digno de la obra testimonial de ese otro escritor insigne, el autor
de los Cuentos grotescos (1922), también
considerado algunas veces como segundón por la tradición crítica nacional.
Cada
lapso histórico, gubernamental o ideológico, ha buscado sustentarse y apoyarse
a partir de la figura de escritores emblemáticos. E igual, cada vez parece
haber existido el parodista que se burle de tales aspiraciones. El mismo José
Rafael Pocaterra publicó en 1913 una novela intitulada Política Feminista. Más adelante cambiaría ese título por el de El Doctor Bebé (1918), en directa
alusión paródica al apellido de un gobernante gomecista de nombre Samuel Eugenio
Niño, médico, compositor y político tachirense (1869-1941), adulante del
dictador Cipriano Castro y después de Juan Vicente Gómez. El llamado “Gomecismo”
prácticamente adoptó como política de Estado rodearse de un conjunto de
escritores importantes, casi todos afectos al modernismo, nombres ilustres de
plumarios que de alguna manera dieran “brillo” y lavaran el rostro manchado de
la más extensa de nuestras dictaduras (ejemplos hay de sobra, pero limitémonos
a tres que no dejan lugar a dudas: César Zumeta, Manuel Díaz Rodríguez, Pedro
Emilio Coll). No obstante, tampoco faltó un poeta y humorista genial como
Leoncio Martínez (Leo, 1888-1941), autor del célebre poema “Balada del preso
insomne”, quien sufriera cárcel por sus atrevidas críticas a las políticas
públicas de Juan Vicente Gómez. Baste citar aquí los versos con que cierra
aquel luminoso poema: ¡Ay, quién sabe si para entonces, / ya cerca del año
2000, / esté alumbrando libertades / el
claro sol de mi país!
Tal
vez sea un azar, pero también fue Martínez (en 1914) el autor de la
escenografía para la zarzuela Alma
llanera, cuyo autor de la letra fuera precisamente el mismo Rafael Bolívar
Coronado. Como en la canción Pedro navaja,
la vida te da sorpresas. Dios los cría en la literatura y ellos se juntan en la
parodia.
Nota: modificado por el autor, 01-11-2012